La fama, en el caso de España, se la lleva la zona de la Meseta, sobre todo si hablamos de la Submeseta Norte: que si Soria, que si Ávila… Y sí, el hecho de que sea una llanura con tendencia a que se vea poca agua provoca que las temperaturas sean extremas (se dice que en Castilla se viven “nueve meses de invierno y tres de infierno”). Pero no es esta la única región de Península donde llega a hacer mucho, mucho frío.
Para lo bueno y para lo malo, un servidor nació y curtió su infantil piel en la dura (y no sólo en cuanto al clima) provincia de Orense. Es la única provincia gallega donde el mar no matiza el calor asfixiante de los incendios en verano o de las heladas invernales. Y uno de los primeros recuerdos de aquel niño gordo, torpe y, a la vez, duro y travieso es el frío:
Los viernes, mitad porque mis abuelos querían disfrutar de mí, mitad porque mis padres necesitaban descansar un poco, me subía a un autobús que me llevaba a diez kilómetros, de un pueblo de 2.000 habitantes a una aldea en la que yo hacía el número doce. Vamos a dejar de lado las vivencias de fin de semana en Amendo para mejor ocasión y a centrarnos en la llegada a la aldea:
Frío combatido con calor humano… y leña
El coche de línea me dejaba en el pueblo vecino a eso de las ocho de la tarde. El kilómetro restante hasta la aldea, lo hacía con las manitas aferradas a la correa de mi abuelo, sobre un ciclomotor cuyos cuarenta y nueve centímetros cúbicos chillaban bajo nuestros pesos combinados.
En invierno, a las ocho de la tarde, en el Noroeste, hace frío. Así, sin paliativos. Es fácil, de hecho, que algunos días no se suba de cero grados y que al caer la noche el punto de congelación sea un agradable recuerdo. Imagínate recorrer esos mil metros, sin casas ni árboles que te protejan y, claro, eso del casco era algo que le pasaba a otros… Los cinco minutos de trayecto eran suficientes para llegar con las orejas rojas y la nariz goteando.
Allí, a la puerta de una casa tradicional del agro gallego, me recibía el pelo blanco y la sonrisa perfecta de mi abuela quien, tras el beso de rigor, me hacía pasar corriendo a la cocina, donde había (aún hay) una cocina de leña en cuyo horno metía los pies hasta que recuperaba la sensibilidad en los dedos.
Humo y paz
Esa cocina, ese horno, forma parte de las sensaciones de calma, de seguridad de entre todos los recuerdos de una niñez que, gracias momentos como estos, transcurrió feliz.
No sé por qué, e intuyo que no soy al único a quien le ocurre, pero llega un momento en el que queremos recuperar momentos de una infancia, a veces idealizada y casi siempre motivo de añoranza. Y una de las vías (a otros les da por coleccionar botellas de refrescos o muñecas de época) es la de recuperar esos objetos que te hacían feliz.
De acuerdo: no es lo mismo buscar, comprar y colocar en una estantería una botella de “Mirinda” que hacerse con una cocina de leña, buscarle sitio, instalarla y encenderla. Lo primero puede hacerlo cualquiera.
En mi caso, he empezado mi investigación llevándome una alegría: ¡Aún se fabrica este tipo de cocinas! Es lo bueno que tiene Internet, que te facilita una barbaridad el acceso tanto a la información como a los productos con los que quieres hacerte. Una vez que he visto que aún existen y que son relativamente fáciles de adquirir, me ha tocado elegir el modelo.
En la práctica…
No nos engañemos, recuperar sensaciones de la infancia con una cocina de leña es bastante más incómodo que hacerlo con unos Airgamboys… La primera no cabe en cualquier lado. Una vez medido el espacio disponible, he visto que no va a poder ser el enorme arcón de hierro de la casa de mis abuelos –que aún podría usarse-, con sus tres fogones, su horno (¡qué ricas manzanas asadas!) y su depósito de agua. Pero tampoco tengo por qué renunciar a mi capricho.
He entrado en la web de unos fabricantes (no diré cuales: quien quiera publicidad, que se la pague) y, tras consultar medidas y precios, me he decantado por una cocina de distribución vertical que ocupa poco más que una de gas convencional. Sin contar el transporte, la obra de albañilería y la instalación, he invertido un par de miles de euros en nostalgia.
Puede que parezca un poco caro, pero no lo es tanto como los coches que otros se compran para ayudarse a superar la crisis de los cuarenta. Además, en la llanura manchega los inviernos tampoco tienen por qué ser lo que se entiende por cálidos. Y al precio que se ha puesto la calefacción, me sé de uno que va a acabar metiendo los pies en el horno de la cocina de leña.